jueves, 26 de febrero de 2009

COLABORACIÓN SOBRE LA NIÑEZ IV

La persistencia de la muerte

por Ezequiel Feito

El mundo de mi niñez estaba repleto de muertes transitorias. En los juegos, en lo que se me perdía y en todo cuanto oía y leía, siempre estaba presente el tema de la muerte, de aquella muerte como la entienden los niños: aquella manifestación de que algo o alguien quedaba fuera del juego, de aquel que perdía y no podía jugar mas hasta la próxima ronda, o de aquellos soldaditos que caían y eran dejados en el piso por el simple reglamento de la batalla.
A medida que iba creciendo y teniendo en cuenta las cosas, veía que la muerte llevaba también el concepto de la desaparición: Algo que se perdía por los rotos bolsillos, aquellas figuritas o bolitas que pasaban a otras manos por el simple hecho de perder una jugada o cualquier juguete que se rompía y no servía mas. El concepto de la muerte, tan rudimentaria en los niños, había pasado por los interminables filtros del alma con el inevitable ropaje de la desaparición y la ausencia. El hecho de que algo dejara de pertenecerme, llevaba implícito el hecho de que nunca lo volvería a recuperar.
Esto siempre lo apliqué inconscientemente a lo que me rodeaba, hasta que un día, en la plaza, descansando quizás de algún juego, vi al pie de un árbol un gorrión muerto en el suelo.
Observé su cuerpo inmóvil con todas sus plumas y elevando mis ojos alcancé a observar su nido en el alto eucalipto, de donde seguramente había caído.
A las pocas horas, volviendo de mis juegos, fuí hasta el lugar donde lo había encontrado por primera vez y con asombro vi que a su alrededor estaban cientos de hormigas disputándoselo y moviéndolo de un lado para otro con la intención de llevarlo a su hormiguero.
Luego de varios días, cuando volví a la plaza, no lo encontré mas. En lo alto, alcancé a ver nuevamente el nido que aún estaba en el mismo sitio. Entonces, llevando mi mente hacia atrás, comencé a pensar en la muerte. Llegué a mi casa y sin que nadie se diera cuenta, miré si faltaba alguien y mas tranquilo, volví a la plaza a seguir jugando como siempre.
Al poco tiempo, al morir la madre de uno de mis compañeros, ya sabía que no sólo los animales podían morir, sino que también los padres de uno podían irse de un momento a otro como aquel pobre gorrión que seguramente se había caido del nido.
A pesar de todo, la vejez y la enfermedad eran una preocupación demasiado lejana para mi, porque todos estaban sanos, seguían teniendo la misma cara y el mismo cuerpo, y existían doctores que todo lo curaban.
Mi segunda impresión sobre la muerte fué el ver las casas abandonadas, a las cuales ingresábamos saltando alguna pared que otra o simplemente abriendo alguna puerta mal atrancada. El húmedo olor de las casas viejas y deshabitadas con su polvoriento suelo y la oscuridad irremediable de sus salas, me daban cierto temor a lo desconocido.
Esos ambientes color herrumbe que parecían condenados a estar así para siempre y cuyo inevitabe fin era una demolición futura, me hacían pensar que de alguna manera todas las cosas, aún las mas grandes, tenían una duración limitada porque lo que fué, mas adelante se olvidaría y lo que será no será por mucho tiempo.
Fui hacia otros lugares y al volver luego de mucho tiempo, casi no pude reconocer
donde estaba. Tan solo la certidumbre de la dirección, la inflexible lógica de la dirección me dió la seguridad de que estaba en el lugar correcto pero que todo había cambiado y que toda una época se había ido para siempre.
Con el correr del tiempo, todo mi universo, fue modificándose. Parientes y amigos fueron envejeciendo y muriéndose para luego pasar a desaparecer simplemente de los lugares donde estaban. Todos aquellos que habían sido testigos de mi niñez, de aquel paraíso ya no estaban sino en mi memoria como los padres y los padres de los padres estuvieron en su propia memoria desde siempre, hasta que el tiempo fue borrando el recuerdo de cada uno de ellos .
Entonces la muerte, aquella con que me asustaba de chico, la de túnica y guadaña que decoraba un feroz esqueleto, dejó de parecerme o de tener esa imagen tan extraña, tan temida y tan cerca del miedo, y me mostró aquella faz horrible, melancólica y siniestra que iba mas allá del ataúd, la corrupción de la carne y la sangre y del temor a lo desconocido, el cielo o el infierno y se erguía ahora como aquello que amenazaba no solo la prescencia sino también la memoria del hombre. Esa memoria sensible dentro de la cual cada ser y cada objeto tenía su propia existencia que llegaba mas allá de aquel cuerpo que algún día no parecería.
Entonces aquella horrible imagen cobró sentido, como cuando de niño en una plaza que ahora el tiempo ha borrado por completo, recordaba aquel gorrión caído y me preguntaba por que no lo podía hallar.

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