Pero el esfuerzo bien valía la pena.
Allí, ante mis ojos asombrados, se abría un mundo siempre nuevo.
En la cocina, Graciela renegaba contra las cuentas “difíciles” que le habían dado ayer para resolver, porque ella ya estaba en quinto… ¡y yo, que recién empezaba primero!
Y el olor tibio a bizcochuelo de limón recién cortado por la tía, exhalaba su vapor humeante y tierno por entre los pasillos de aquella casa.
La voz de Julia desde su cuarto, repetía insistentemente la pronunciación de la “erre” arrastrada y gangosa que exige la profesora de francés de segundo año. ( y mis ojos embelesados escudriñaban la posición de sus labios con cada palabra… para imitarla en mi casa y en secreto, frente a la medialuna del ropero)
Más adelante, la frescura reparadora del living y el zaguán, haciendo retumbar los golpes de martillo sobre la suela húmeda. La limadora, los clavos y ese olor a pegamento de zapatos recién arreglados por las manos callosas y grandes del tío.
Y también, la sonoridad de las carcajadas acarreando baldes en carnaval.
Las payanas.
Las fiestas de cumpleaños o de casamiento con el piso plagado de caramelos y confites.
Creo que ellos no lo saben (los adultos tenemos por manía callar lo más importante) pero hicieron de mis tardes el mejor de los rincones.
El más ansiado de los vuelos.
El más puro brillo en la mirada.
Siempre elijo creer que la vida da revancha.
Que el sol no ilumina con la potencia de sus rayos nada más que una tarde.
Por eso hoy quiero escribirlo.
Y que ellas lo escuchen.
Nada más que, juntar coraje de nuevo y darles las GRACIAS.
LILIANA PINTOS
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