martes, 24 de febrero de 2009

LA NIÑEZ

El terreno que pisamos en la niñez está hecho de caramelo. Surcamos la vida a bordo de un aeroplano de papel. Observamos detenidamente a las hormigas. Subimos a un árbol y le rascamos la panza al cielo.
El tiempo es eterno; y para destruirlo recurrimos a un sinfín de estrategias. Hacemos ruido a la hora de la siesta, jugamos a la pelota hasta caer rendidos, miramos indefinidamente horas y horas de televisión. Pero así y todo, el tiempo vuelve a estar allí. Su cara redonda nos observa implacable. Y sus agujas punzantes nos amenazan con el pretexto de convertirnos en adultos.
En este lapso de extrañeza tenemos permitido al mundo para jugar. Un charco es un mar. Una calle es una rayuela. Cinco piedras una payana. Dos montículos de tierra forman un arco, y un terreno baldío es el estadio mundialista. Punto y coma y el que no se escondió se embroma.
Miramos las estrellas. Trazamos constelaciones uniendo cada uno de nuestros sueños. Imaginamos lo que vamos a ser cuando seamos grandes. Apostamos nuestros ahorros a un oso de peluche. Vendemos ramos de glicinas para comparar figuritas.
La magia está encendida con lamparitas de luciérnagas. El velo maravilloso que envuelve al mundo se nos revela. Y en él nos vemos reflejados.
Luego vendrán las primeras obligaciones. El horario de la escuela. El guardapolvo de punta en blanco. Los útiles cada uno en su lugar. El horario de protección al menor.
Allí empezaremos a respetar las conversaciones de los mayores. Allí se nos marcará un espacio, y se nos hará saber cual es nuestro límite.
Respetaremos entonces el orden y la disciplina. Jugaremos menos pero aprenderemos más. “Todo a su debido tiempo y armoniosamente”, nos dirán.
En un abrir y cerrar de ojos, seremos grandes.
En un abrir y cerrar de ojos, volveremos a ser niños para siempre.

Héctor Fuentes.

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